Yo tenía una bufanda hermosa. Me la había comprado en un viaje, que además había sido mágico, y estaba enamorada de esa prenda. Tenía unos colores, una suavidad... tenía tanto significado, tantísimo valor agregado que era única, como la rosa del principito. Yo la había domesticado. No había invierno que no la usase, y cuando no podía la dejaba sobre el sillón, de adorno, para no perderla de vista. Un buen día, por un descuido tonto, porque cuando uno pierde las cosas por lo general es de manera estúpida, la perdí. Creo que la dejé en un colectivo uno de esos días en que iba cargada y a destiempo. O habrá sido algún día de incipiente primavera que me la saqué a riesgo de sofocarme. No sé, pero la perdí. Qué tristeza, por favor, qué manera de sufrir. Recorrí todos los lugares que habia transitado hasta que por fin, luego de un tiempo, logré dar con mi bufanda. Estaba toda sucia y maltrecha, se ve que nadie le dio la importancia que tenía. Estaba quemada con un cigarrillo y tenía manchas de grasa (o de no quiero saber qué). No me importó y me la llevé. La lavé, la remendé, la traté de poner en forma pero no era lo mismo. Alguien me dijo que la destejiera y que la armara de nuevo (era artesanal). Yo lo hice y me quedó una reverenda cagada. Lo volví a hacer, tozuda, y la lana se fue venciendo. Ya quedaba más corta, más finita, estaba más aspera y no abrigaba en absoluto. El color se perdió... Solo la mantenia mi recuerdo. Todo ese valor simbólico que me había quedado. Un día me la vio mi vieja y casi se infarta, pensó que estaba usando de poncho la cama del gato. No servía para nada. De todas formas no la dejaba de usar. Me cagaba de frio, me arruinaba la pinta porque realmente parecía un trapo, tenía olor feo que ya no se iba con nada... como si se estuviera pudriendo. Un buen día no me quedó otra que dejarla. Salí a conseguir otra y no había caso. Ninguna me conformaba: el color, el olor, la calidez, la suavidad... siempre le encontraba el detalle que detonaba la negativa. Estuve cagada de frio todo ese invierno pero no había bufanda que me sirviera porque allá, en el cofre de oro de mis recuerdos descansaba la otra, la inmaculada, la perfecta bufanda. Un día, el día mas frio del año, salí despechugada y, como no podía ser de otra manera, me agarró una gripe zoológica. Estuve en cama durante 1 semana. Obviamente, todo aquel que pudo se lo adjudicó a la falta de abrigo: Es que no tenía bufanda. Cuando me recuperé ya no hacia taaanto frio, así que me hice la boluda y me arreglé con cualquier cosa. Igual entendí finalmente que aquella otra, la perfecta, la mejor de todas, lo es sólo en mi recuerdo y el recuerdo no abriga sino que hace al frío más frío aun, más triste. Remarca que ya no está. Simplemente (no fue tan simple) tenía que encontrar otra. Ninguna otra bufanda va a ser como la anterior, porque esa estuvo allí alguna vez y dejó una marca imborrable. Pero esa tampoco, eso es lo más triste me parece. Mirar atras con tristeza no me dejaba ver que hay otras que aunque no sean iguales, puede ser buenas tambien. No busqué reemplazar, sino reinventar. Y reinventarse, soltar lo viejo, implica una decisión. Y no es, de ninguna manera, gratis. Aun no he encontrado una bufanda que me guste, pero al menos he visto que todas tienen algo para ofrecer.
Como vos querías
Hace 1 semana