lunes, 20 de julio de 2009

Una historia violenta

Yo era un trapito. No de esos que te esperaban a la salida de un restaurante en Palermo o las Cañitas, no no, yo era un trapito con más categoría. Tenía uniforme, por ejemplo. Trabajaba de día y me pagaban un sueldo en blanco, no dependía de la cantidad de clientes. Mi trabajo era en una cochera.
Empecé hace un tiempo, no mucho. Había conseguido el trabajo a través del diario. El aviso decía: ‘Importante empresa solicita promotora con muchas ganas de trabajar, buen ambiente laboral. Se requiere buena presencia y actitud proactiva. Para zona centro de lu a vi de 8 a 14 hs.’
Buenísimo, pensé. Yo había sido promotora pero en supermercados, y es un laburo bastante hostigante porque son muchas horas y por lo general es durante el fin de semana, y temporal. En cambio en ese caso me ofrecían una garantía, un trabajo a tiempo indeterminado. Me presenté. Se trataba de un estacionamiento al aire libre en el centro. Mi tarea era atraer a los conductores para que estacionen ahí y no en otro lugar. Me llamó la atención que necesitaran alguien para que atrajera clientes ya que, hasta donde sabía o creía, todos los que iban al centro en auto los dejaban en un estacionamiento, por ende, se vendían solos. Parece, según me dijo el que me hizo la ‘entrevista’ que con la crisis había bajado la demanda porque muchos ya optaban por el bondi o el tren, que era por eso, y que surtía buen efecto que haya una persona haciendo señas como invitando al conductor a utilizar las instalaciones.
A siguiente lunes empecé. Llegué y me dieron el uniforme: una calza blanca, una remera roja y blanca que de más está decir que no me tapaba el ojete ni de casualidad (a juzgar por la calidad de la lycra además del uso, la calza tampoco) una gorra con visera sucia, con resto de transpiraciones viejas y ajenas y una campera rompevientos roja con el interior plateado, con el logo de la ‘empresa’ bordado sobre el corazón y en la espalda, de un blanco que ha sabido ser glorioso en algún tiempo muy anterior y que ahora estaba un poco deshilachado. Era un conjunto triste. Cuando me lo puse el alma se me contrajo como una pasa de uva. Pero como la necesidad tiene cara de hereje puse cara de circunstancia y me aboqué a mis tareas con esmero.
Un día se acercó un señor, un tipo notablemente sumido en una suerte de depresión y desesperanza, con algo de rabia también.. Se acercó hasta mí, me miró y se rió, pero no fue una risa burlona, fue una risa más bien cómplice, con un dejo de ternura y todo. Me dijo:
- Durante mucho tiempo fui encargado de depósito de una multinacional. Era realmente bueno, me sentía útil. Tenía mucha gente a cargo, mi área era organizada, puntillosa. Quince años estuve ahí, eh? Porque salí a trabajar de muy pendejo yo. Quince años. No estudié. Terminé el secundario y me metí a laburar ahí nomás. Ahora no. Me despidieron hace poco. Me reemplazaron por una computadora. Encantado, me llamo Sergio – y mientras decía todo esto anotaba algo en un papelito. Cuando me lo dio tenía anotado un teléfono.
Siguió su camino y lo perdí de vista. No le di mayor importancia hasta que un par de meses después volví a pensar en él cuando el que era mi jefe me anotició de mi despido. Habían comprado uno de esos muñecos que son mantenido erguidos y en movimiento por una máquina en la base que tira aire. Claramente, por más esmero que yo le pusiera, no iba a lograr nunca moverme de esa manera. Antes de dejar el uniforme saqué el teléfono de Sergio del bolsillo. De casualidad no lo tiré. Cosas del destino.
Hoy Sergio y yo estamos juntos, en definitiva los dos habíamos pasado por lo mismo.

No nos une el amor, sino el espanto.

lunes, 13 de julio de 2009

Ordalías posmodernas

En una reunión una señora dijo sin ninguna muestra de emoción o angustia, sin siquiera acompañarlo de una puteadita:
- Me robaron el auto – Lo juro, hablaba como si se estuviera refiriendo a la novela de las tres - Se llevaron el auto con el que mi marido trabajaba, porque él es remisero.
- Estaba asegurado?
- Sí, sí – dijo, sin una mueca de nada.
- Menos mal...
- Sí, la verdad...
- Porque yo conozco a más de uno al que le llevaron el auto y no estaba aun asegurado.
- Igual, la verdad, es que si me lo robaron es porque no tenía que ser. Por algo pasan las cosas.
Lo más absurdo (parecía una película de Lynch) fue que inmediatamente después y no recuerdo, ni quiero recordar, por cual conexión se llegó a ello, terminamos hablando de una película argentina, que es una suerte de documental, donde varios pibes (y no tan pibes) con ‘capacidades diferentes’ (prefiero decir con ‘discapacidad motriz’, pero no quiero herir susceptibilidades) nos dan a conocer sus virtudes. Muchos de ellos premiados mundialmente más allá del marco morboso. Una piba sin brazos pintaba que no se podía creer. Había que verla delinearse los ojos con los dedos de los pies. Un pibe que no tiene extremidades hacía otro tanto (no lo de los ojos, lo otro) Otro, que en sus años mozos había sabido competir en clavado artístico y quedó cuadripléjico luego de un accidente, se desenvuelve notablemente en una actividad que más de uno no sabría encarar (no puedo recordad cual, no viene al caso).
La ordalía era una institución jurídica que se practicó hasta finales de la Edad media en Europa.
Su origen se remonta a costumbres paganas. Mediante ella se dictaminaba, atendiendo a supuestos mandatos divinos, la inocencia o culpabilidad de una persona o cosa (Libros, obras de arte, etcétera) acusada de pecar o de quebrantar las normas jurídicas.
Consistía en pruebas de rigor, particularmente rudas (caminar sobre brazas encendidas, soportar bajas temperaturas sin abrigo, sacarle la blackberry al jefe y no dársela por dos meses, etc). Si alguien sobrevivía o no resultaba demasiado dañado, se entendía que Dios había intervenido y lo consideraba inocente. Por tanto no debía recibir castigo alguno.
Más acá en el tiempo solía tener discusiones de corte existencialista con mi abuela sobre la existencia o no del destino como algo escrito, predeterminado.
La verdad es que es la reunión me dieron ganas de levantarme y a viva voz decir: ‘Por algo será’? Pero vos sos pelotuda o te hacés? Vos realmente pensás que se chorearon tu auto con un fin divino y no para vender los repuestos en la Warnes? No vas a hacer nada? No vas a putiar por el amor de Dios y la virgen que llora fernet?! No se te ocurre que con ese criterio los pibes de esa película tendrían que haber sido ahogados en un fuenton de lata o arrojados desde el monte Taigeto?!

No se lo dije. Tengo tanta crueldad como desconsideración.
No me voy a poner a hacer apología de la virtud de los que menos tienen. No me interesa ver el documental ni me voy a poner la camiseta de nadie. Tengo cauterizadas algunas terminaciones nerviosas de la parte sensibloide de mi corteza. No me importa, en serio. Me molestó otra cosa.
Quedó ahí flotando, en esa habitación, una suerte de frustración mezclada con la indiferencia de los que se toman las cosas como si fueran ajenas.
Porque es más fácil.
Otra vez, como el diablo, la cobardía metió la cola.

lunes, 6 de julio de 2009

93

Estaba en la parada de colectivo. Había un señor con pinta de abatido, pero a las 19 hs, en la parada de colectivo, raro sería que encontrara lo contrario.
Era lunes, medio lloviznaba. El señor estaba incómodo, mas bien fastidioso, de lo cual deduje que hacía ya varios minutos que estaba esperando. Tendría unos 50 años.
Pasaron varios minutos más y ni de lejos se veía el 93. Éramos los únicos dos en la parada.
De repente se pone a llorar. Baja la vista, rinde los hombros y llora, llora como un chico. Yo me quedé pasmada mirándolo. Él levanta la vista, me mira fijo y me dice:
- Querés saber por qué lloro, no?
Sin darme tiempo para responder (no se me hubiera ocurrido hacerlo tampoco) me dijo
- El cuerpo humano es una máquina perfecta. Funciona, es un sistema sabio. Las cosas ocurren sistemáticamente. Cuando está sano funciona y es una maravilla. Yo soy neurocirujano, tengo muchos años de trayectoria, he sido un estudiante precoz y a los 20 años estaba ya dando clases en Chicago de donde me volví, a pesar de que me ofrecían el oro y el moro para que me quede porque quería trabajar para mi país, que bastante vapuleada tiene ya la salud pública. Yo trabajo en un hospital público. Atiendo el funcionamiento de todo esto (dijo, señalándose el cuerpo) desde la mismísima cocina puesto que el cerebro es donde todo se gesta. Yo abro las cabezas de mis pacientes como si fueran melones. Miles de cabezas pasaron por estas manos. He descubierto, he visto más de una vez lo que nadie había visto antes y he solucionado problemas que de no ser por mi no hubieran encotrado otra salida que la muerte, la luz al final del tunel.
Soy reconocido en todos lados, he escrito muchos libros, he sido expositor de congresos de convocatoria mundial, realmente soy bueno. Cuando entro al quirófano soy Dios. Tengo el pulso de un muerto y la precisión de ninguno, ya que un margen de error en mi trabajo sería dejar al tipo, allí en la camilla, sin algunas de sus funciones superiores, o inerte. Por eso yo soy Dios en el quirófano, yo digito su presente y su futuro, de mi dependen.
Pero acá estoy. Hace 30 minutos que estoy esperando este colectivo de mierda hijo de una gran puta, porque se me rompió el auto y no puedo sacarlo de la cochera, el ACA tardaría una eternidad y con este clima del orto no hay un putísimo taxi hasta al menos dentro de dos horas. Y cuando llegue a casa mi mujer, a quien no soporto desde que la más chica se fue a vivir sola porque es como tener un pájaro carpintero en las pelotas, me va a empezar a pedir explicaciones porque llega tarde a su clase de pilates, que empezó hace 5 minutos, embutida en su maya porque la muy turra no es capaz de ir sola. Imaginate cuando me vea llegar sin el auto.
Vos me entendés, no?
He tenido vidas bajo mi tutela hasta hace 45 minutos, menos la mia, y ahora dependo de un fucking colectivero.
Andate cuando puedas, querida. Este país se hunde por el peso de nuestras propias pelotas.