miércoles, 28 de abril de 2010

Lobo estás?

Hoy tuve una visión.
Y no estoy loca, me refiero a que llegó a mi desde el pozo más profundo, fue puro patetismo, fue un baldazo de tristeza fria, helada, a la nuca directo. No estoy exagerando, lo juro. Es sólo que aun estoy en shock.
Iba caminando por Florida a la hora en que las sabandijas salen a ver qué se pueden llevar. Había quedado con una amiga para almorzar (dejé de frecuentar la zona hace rato, gracias a Dios) y no me quedó otra que cruzarla a pata.
Florida es una especie de Babel en más de un sentido. Encontrás de todo, es una gran vidriera. Más que Babel es una caja de Pandora abierta y en exposición.
Han proliferado entre otros yuyos los sexshop de una manera contundente, con convicción y sin control de calidad.
Entonces decía que iba caminando entre esa montaña de personas cuando veo que me voy acercando a una Caperucita roja. Hablo en serio. Yo avanzaba y frente a mi veía una mujer, de espaldas, con una caperucita roja: una capa roja con puntillas blancas ribeteándola que cubría su espalda hasta la altura de las lumbares, o quizá un poco menos. Hasta ahí era una más entre todos los demás. Uno se pone en píloto automático y deja pasar ciertos estímulos para no llegar exausto a destino. Es un mecanismo de defensa o es que ya lo sabemos, no lo sé. En cualquier caso es útil. El punto es que cuando pasé por al lado se me ocurrió (y ojalá no lo hubiera hecho) mirar el cartel que sostenía, y me encontré con una sorpresa que me sacó de mi estado de ronroneo, de mi adormecido acostumbramiento. Debajo de esa capa roja con puntillas blancas aparecía la cara de una mujer de unos 63 años, vencida, arrugada y triste. Ella sostenía su pizarra blanca que con un marcador sin demasiada tinta indicaba una dirección, algo decía. Yo no me salía del estupor. No lo podía creer. La mujer me miró como a cualquier otro. La gente alrededor no le prestaba atención, pasaba a su lado hablando con sus celulares, mirando la hora, comiendo un helado, hablando en inglés y yo estaba a punto de quebrar. Y ella ahi repartía los volantes sosteniendo la pizarrita y disfrazada de una despojada Caperucita roja. Podría ser mi mamá, podría ser la tuya y estaba allí, disfrazada, humillada y más allá de todo.
Estas sacudidas, estas grietas en lo habitual me perturban. Me despiertan de mi sueño calentito y me hacen dar un paseo por un bosque siniestro.
Por la noche alguien me dijo: Era un demonio, ponele un nombre! Pero no se me ocurre. El demonio era todo lo demás. La miseria se manifestó en la peor de sus facetas porque se presentó como mi peor pesadilla.
El demonio era yo.
Por favor, no pasen por ahí.

martes, 27 de abril de 2010

Yo, bellota

Invito a leer la nota a continuación.
(de La Nación Revista, 25 de abril pasado)

Muchas mañanas- Dice Marina, la lectora - cuando salgo a trabajar, estudiar, empezar mi rutina, pienso por qué a veces no siento esa alegría, esa cosita inexplicable de cuando uno está donde quiere estar. Me pregunto también dónde quiero estar. ¿A la mayoría nos pasa? ¿Cuántos de nuestros actos son automáticos, como si no tuviéramos más remedio que hacer lo que hacemos? Olvidamos que tenemos libertad de inventar, reinventar y elegir en parte nuestra vida para ser más felices. También pienso lo complejo que es buscar siempre estar mejor. Nos debe pasar a muchos esto de acostumbrarnos a la forma en que creamos nuestras vidas y creer que las cosas son así, que no tenemos control. Hablo con muchas personas y encuentro que todos tenemos ese sueño compartido (cambiar en parte nuestras vidas), que va más allá de lo material. ¿Por qué uno se vuelve a inquietar y nunca deja de buscar?

En el teatro griego - le responde Sergio Sinay, el autor -los roles del drama que se representaba se dividían entre el protagonista, los deuteragonistas y los tritagonistas. Agonista significa luchador, combatiente. Protos es el primero, déuteros es el segundo, y así. Como los dramas teatrales, también nuestra vida se desarrolla en un escenario y tiene un hilo conductor. Una trama. Podemos ser protagonistas o quedar en lugares subsidiarios. La trama, aunque lo sintamos así, nunca nos será ajena. Parte de la misma se presenta ante nosotros ya escrita y nos pide que continuemos de puño y letra con el texto, que pongamos en él lo nuestro. Otras veces, en pleno desarrollo, aparece lo inesperado, algo que no estaba en el argumento original. A todo esto podemos llamarlo imponderable. Hay quienes le dicen azar y existen los que, simplemente, buscan culpables para el imprevisto. Sin embargo, así son las reglas del juego. No estamos ciegamente predeterminados (¿para qué se nos habrían dado, si no, la conciencia y el libre albedrío?). Pero no somos dueños y señores de nuestras circunstancias. Obramos sobre ellas, respondemos a lo que escapa de nuestra previsión o nuestro deseo.
Ocurre a menudo que nos encontramos viviendo argumentos que nos parecen inamovibles, porque así nos lo han hecho creer a través de mandatos, de creencias, de manipulaciones (íntimas o colectivas, privadas o públicas). Y lo usual es que esos guiones violenten las necesidades verdaderas de nuestro ser, que violenten nuestra alma. Que nos produzcan hambre emocional, afectivo, espiritual. Vacío de sentido. Lo podremos detectar en un trabajo o profesión que, más allá de lo exitoso que luzca, nos aleja de toda sensación de realización. O en relaciones (amistades, pareja) a las que nos aferramos por temor a la soledad, aunque nos dejen en la peor de las soledades, como es la de una compañía con la que no compartimos sueños, proyectos, propósitos, metas, caminos. Lo sentiremos también en el cumplimiento de rutinas mecánicas, sin significado (puesto que existen rutinas plenas de contenido, como la de quien emprende puntualmente el ejercicio de una tarea que lo colma o la de quienes, amándose, se reencuentran una y otra vez al final de cada jornada).
El terapeuta James Hillman, pensador poderoso, creador de la psicología de los arquetipos, sostiene (en El código del alma ), la teoría de la bellota. Es sencilla y profunda. Cada bellota del roble, dice, guarda la semilla, y en ésta se halla el árbol completo. Aun sin ayuda (agua, buena tierra, cuidado), la semilla contenida en la bellota tenderá a desarrollarse. Lo hará como pueda, hará lo que pueda. Cada vida guarda, como una bellota, una imagen profunda, inconsciente e intransferible, "una guía que lo acompaña a uno y le recuerda su vocación". Cuando esa imagen es olvidada, dice Hillman, los recordatorios aparecen de muchas maneras. Los malestares emocionales, psíquicos o incluso físicos son algunas de ellas. El alma espera que desarrollemos nuestra imagen profunda, nuestro ser verdadero, explica Hillman. Que salgamos de los formatos prediseñados, en apariencia cómodos y seguros, pero generadores de la incertidumbre que describe nuestra amiga Marina. Mientras tanto, el alma está contrariada. Ella nos quiere protagonistas, con todos los riesgos. No, deuteragonistas, alejados del centro de nuestro escenario existencial. Mientras así no ocurre, la búsqueda continúa.